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Óscar Martínez, periodista salvadoreño: "Todos nos detestan, hemos denunciado la corrupción de todos los signos políticos"

El reportero salvadoreño Óscar Martínez, autor del libro 'Los muertos y el periodista' (Anagrama).
El reportero salvadoreño Óscar Martínez, autor del libro 'Los muertos y el periodista' (Anagrama). © Archivo personal del autor

Óscar Martínez (San Salvador, 1983) recupera el caso del asesinato de un niño pandillero y sus dos hermanos en Los muertos y el periodista (Anagrama), una historia que le sirve al jefe de redacción de El Faro —periódico que tiene a parte de sus trabajadores en el exilio y que sufre una implacable persecución por parte del Gobierno de Nayib Bukele— para reflexionar en esta crónica con vocación de ensayo sobre el oficio de reportero, la violencia en Centroamérica y los dilemas éticos del periodismo.

"Es curioso cómo la gente suele encontrar a Dios en la calamidad. Dios acostumbra a revelarse en las cárceles, guerras, bancarrotas y pandemias. Casi nunca se lo encuentra nadie en los campos de golf o en las casas de playa y los cócteles". ¿Usted es creyente?

No. Soy ateo, conscientemente, desde los trece años.

¿Ha apostatado?

No. Simplemente recuerdo el momento en el que ya no pude creer más.

Entonces sigue siendo un católico más que engrosa la estadística. Datos y cifras a los que también recurren los políticos y las autoridades para defender su gestión: detenidos, encarcelados, muertos…

En Centroamérica y en México los cadáveres son un activo político. En El Salvador han llegado a contar en cuántas cuadras no ha habido muertos. El pasado 26 de marzo fue el día más violento del siglo, con 62 homicidios. Así se manejan los cuerpos…

El presidente salvadoreño, Nayib Bukele, ha llegado a pactar con los pandilleros para reducir la tasa de homicidios.

En El Faro hemos documentado que Bukele negoció con la Mara Salvatrucha (MS-13) y con las dos facciones de Barrio 18, Revolucionarios y Sureños, algo que ya había hecho como alcalde de San Salvador. ¿Es algo excepcional? No, porque desde 2012 lo han hecho todos los partidos. Eso demuestra lo terribles, cobardes y pusilánimes que son los políticos.

Si creen que para resolver el problema tienen que dialogar con ellos, ¿por qué carajo no lo hacen sobre la mesa? Ya se ha demostrado que ocultarlo y hacerlo de espaldas a la población es una fórmula podrida, a la que habría que sumar el factor electoral y la reducción de las muertes como valor único, sin tener en cuenta las extorsiones y otros delitos, la desarticulación de las pandillas y la pacificación del país.

¿Cómo podría acabarse con las pandillas?

Cortándole las piernas. Los niños toman la decisión vital de meterse en las pandillas entre los nueve y los doce años. La única razón es que no tienen ninguna otra opción. Ven con claridad que su condena es tajante y que, por una cuestión identitaria, serán tan pobres y miserables como sus padres. Nadie quiere ser un nadie…

En el caso de que las autoridades negocien con los líderes de las pandillas, deberían incluir su desarticulación, porque la MS-13 y Barrio 18 nunca serán organizaciones culturales, sino grupos criminales que deben ser disueltos durante un proceso transparente y monitoreado por organizaciones internacionales. De hecho, la Mara Salvatrucha ofreció hacerlo en 2017 y ningún político le hizo caso.

Si informar no era fácil, con Bukele la situación de los periodistas de El Faro ha empeorado hasta extremos…

Dirijo desde 2007 equipos de investigación y este es el momento más difícil del periódico. Y eso que algunos trabajadores de El Faro han tenido que ir con escolta armada por amenazas de cárteles o de pandillas, y otros se han tenido que exiliar de forma preventiva debido a las amenazas de muerte de policías; y el Gobierno nos ha acosado con auditorías laborales. ¿El motivo? Siempre hemos ejecutado nuestro credo, que reza: a El Faro le interesa vigilar a quien ejerce el poder en cada momento.

El problema es que ahora no se trata de unos delincuentes, sino que nos está atacando todo el Estado —incluidos sus órganos legislativo, ejecutivo y judicial— a las órdenes de un solo hombre, Nayib Bukele, dedicado a destruir a quienes considera sus adversarios. Para él, un enemigo prioritario es el periodismo y, en particular, El Faro, porque considera que somos un obstáculo para llegar a su epifanía autoritaria.

Nos ha acusado de lavado de dinero, de violación sexual y de liderar pandillas. Nos han acosado con salvajes auditorías laborales y nos han abierto procesos judiciales por revelar información confidencial, como si ese no fuera mi maldito trabajo. Incluso nos han espiado durante dos años con Pegasus de una forma obsesiva. En el caso de mi hermano, Carlos Martínez, estuvo intervenido 226 días.

Carlos, Juan José y usted: los tres, periodistas.

Mis padres tienen algo que ver. Crecimos durante la guerra civil y ellos tenían ciertos vínculos con los movimientos insurgentes. Lejos de ocultarnos la guerra, nos mostraron que el país vivía en ese contexto y, desde muy niños, nos llevaron a campamentos guerrilleros. Entendimos que la violencia era parte de lo que nos conforma como sociedad. Porque para entendernos como sociedad es necesario explicar esa violencia.

Sin embargo, su tío materno era ultraderechista.

Mi tío Roberto d'Aubuisson Arrieta fue un torturador durante la guerra, el asesino del arzobispo Óscar Romero y el responsable de la muerte de muchísimos salvadoreños. Pero no teníamos una relación familiar real. En Navidades y otras fechas, declarábamos una especie de amnistía para ir a ver a mi abuela. O sea, vivíamos al margen de esa parte de la familia. De hecho, nosotros crecimos en Soyapango, en el extrarradio de San Salvador, una zona muy populosa y de clase obrera donde mi madre decidió instalarse.

Ellos trabajaban con gente pobre y en la colonia nadie sabía nuestro segundo apellido, porque había gente vinculada a la guerrilla. Mi madre, a pesar de que despreciaba y discrepaba ideológicamente de mi tío, no podía evitar un sentimiento, porque la naturaleza humana es complicada: se querían como hermanos.

También han criticado a presidentes izquierdistas como Mauricio Funes, hoy exiliado en la Nicaragua de Daniel Ortega.

Antes habíamos denunciado los vínculos de líderes de la Alianza Republicana Nacionalista (Arena, fundada por su tío Roberto d'Aubuisson) con narcotraficantes procesados en Estados Unidos, a quienes les habían ofrecido liberarlos de los procesos judiciales a cambio de dinero. Después llegó el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y empezamos a descubrir toda la corrupción de Mauricio Funes, que saqueó el país. La izquierda nos detestó, como antes nos detestaba la derecha y ahora, Bukele.

Nadie puede decirnos que hemos protegido a ningún Gobierno que haya detentado el poder en El Salvador. Hemos denunciado la corrupción de todos los signos políticos y sus pactos con las pandillas.

¿Se considera un reportero de guerra en su propia casa?

Los frentes de guerra están mucho menos definidos; los momentos de batalla son estallidos más dispersos, aunque predecibles; los comandos que dirigen las operaciones son inestables... Pero sí hemos realizado coberturas en Centroamérica con características parecidas a las de los conflictos bélicos.

¿Cuáles? En lugares donde el Estado no solo está ausente, sino que también ha sido sustituido por un grupo armado que regula la vida de la gente. Con cifras frías de muertes que superan a las de la guerra civil salvadoreña, con 103 homicidios por casi 100.000 habitantes en 2015. Hemos reporteado en sitios donde la desesperación y el abandono de las víctimas es terrible; donde la tortura y la humillación de los cuerpos son una manera de hacer un uso político de la carne. En términos de brutalidad, claro que ha habido similitudes con una guerra convencional en El Salvador, Guatemala, Honduras y México.

Antes comentaba que los niños entran en las pandillas entre los nueve y los doce años. Rudi, el protagonista de Los muertos y el periodista, tendría unos quince. Si todo lo que usted vio lo ha sumido en un estado de desesperanza, ¿tiene sentido conservar la fe? ¿En qué?

No sé en qué hay que tener fe ahora mismo. Lo más parecido a la fe es una esperanza racional, cada vez menor, de que el periodismo cambie algunas cosas. Lo que pasa es que ya me enteré de que las modifica a un ritmo que no me gusta y con una frecuencia que detesto. El periodismo, lejos de ser un llamado urgente, genera reacciones lentas y aletargadas a problemas inminentes, porque somos sociedades brutales, cínicas y desiguales. Es un oficio muy frustrante, pero no mucho más que otros. Supongo que desde el activismo tampoco será fácil transformar la sociedad con celeridad. ¿Qué cambia el mundo al ritmo que queremos, aparte del dinero?

Un corresponsal que vive varios años en un país europeo ya no se sorprende por casi nada, de ahí que sea relevado por un compañero. Usted escuchó tantas historias terribles que, de alguna manera, podría haber normalizado el horror. ¿No cree que pasa lo mismo con el lector o con el espectador? O sea, que se ha insensibilizado, hablemos de corrupción, crimen, pobreza…

A mí me ha pasado por una cuestión mucho menos trascendental que la de normalizar el ojo. Ya no me generaba un interés real, periodístico y honesto escuchar ciertas historias de vida a las que tenía que haberles prestado toda la atención. Porque ya había escuchado cosas similares, porque me parecía que no podía demostrar nada a través de esa historia, porque era incapaz de utilizar esas experiencias vitales para reflejar algo que pareciera importante... Y eso era una precariedad únicamente mía. O sea, mi capacidad de narrar a partir de esa historia se había acabado. Eso es muy triste decirlo, porque eran experiencias terribles.

En cuanto a los lectores, ya están aburridos desde antes. Hay tanta saturación de ficción y de ficcionalización de la realidad en términos violentos, que es muy difícil involucrar al público. Sin embargo, esa es la tarea del periodismo. Como decía Tomás Eloy Martínez, debemos "hacer que lo importante sea interesante". Una buena entrada siempre va a ser el mejor gancho, por más mierdas de herramientas digitales que se inventen. Un primer párrafo brillante, con información de calidad, conciso, con impacto, bien escrito y con gran calidad lírica siempre será la mejor alternativa para que la gente permanezca leyendo. Un periodista de verdad debe entender que su función es bregar contra el desinterés de los lectores.

En sus textos hay periodismo, pero también pluma.

Cuando te pones a escribir, no se ha acabado tu predicado ético. Quien tiene una gran información y la escupe en una página en blanco está cometiendo una falta de ética enorme. Escribir es el paso final para que se consuma todo eso que has logrado registrar, es decir, para que la historia de la señora a la que pediste que recuerde cómo asesinaron a su hijo tenga alguna posibilidad de hacer mella en la sociedad. Escribir bien no es un acto de egolatría ni una habilidad periodística, sino una responsabilidad de quien escribe. Si reporteas bien y escribes mal, tienes un serio problema. No solo técnico, sino también ético.

No todo el mundo nace —o se hace— con ese don. O no lo pule…

Bueno, pues que hagan algo por pulirlo o mejor que se dediquen a otra cosa. Escribir bien no es un don. Hombre, puede tener algo que ver con tu origen familiar o con la edad a la que te fomentaron la lectura, pero escribir bien es un trabajo, algo que se puede cultivar, como reportear o contrastar fuentes. No escribir bien lo interpreto como un acto de pereza. Implica leer mucho y ejercitar la escritura, porque esta se entrena. Es una cuestión de técnica, porque no me creo que escribir mal venga de nacimiento o en el ADN.

'Los muertos y el periodista', del periodista salvadoreño Óscar Martínez.
'Los muertos y el periodista', del periodista salvadoreño Óscar Martínez. Anagrama

¿Qué se ha callado? ¿Qué no vale la pena contar? Bien por proteger a las fuentes, bien por…

No quiero sonar soberbio: lo que he contado era lo mejor que tenía para contar. Hay que hacer una criba y obtener una premisa ambiciosa.

¿Pero ha omitido detalles macabros por innecesarios?

Sí. Son decisiones estilísticas que tomas para no herir susceptibilidades, aunque alguna vez quizás he sido menos macabro de lo que debería. Por otra parte, proteger a las fuentes es un credo periodístico. Sin embargo, incluso cuando no he podido contar su historia, lo he hecho. Una de las crónicas que cito en el libro se cierra justamente así: "Ante mí, la mejor historia de todo lo que he reporteado en estos meses, que explica de manera redonda el control de las pandillas del que yo quería hablar de una forma completa, aunque no la puedo contar. Si lo hiciese, los mato". Eso también es información. A veces, una duda es mejor que una certeza y una crónica parcial puede dar muchísimo de sí.

​​¿Esa delicadeza o sensibilidad la tiene el paracaidista? ¿La mirada ajena suele ser superficial y arquetípica, casi fijada en un guion previo?

Yo he visto llegar de Europa a algunos de los reporteros más idiotas que conozco y también de los mejores. Roberto Valencia nos ha enseñado muchísimo a cómo hacer las cosas. José Luis Sanz comprende la región como pocas personas que he visto por aquí. Alberto Arce contó Honduras como nadie, en el peor momento del país, cuando era un narco-Estado y él estaba solo. También podría citar a Alma Guillermoprieto, a Raymond Bonner o a la fotógrafa Susan Meiselas. Ese es un tópico: el reportero no es estúpido por el lugar de dónde viene, sino estúpido por cómo organiza su reporteo.

"Escribir bien no es un acto de egolatría ni una habilidad, sino una responsabilidad ética"

Claro que llegan muchos paracaidistas que pretenden entender a las pandillas en solo tres días. En el sector audiovisual, otros tantos retratan constantemente la plástica de la violencia, que en el fondo no cuenta nada. Hay gente que hace las cosas con mucha frivolidad, pero para definir mi trabajo me ha importado un pepino lo que hagan los demás.

Yo escogí este oficio, no estoy en el periodismo por obligación ni por mandato de nadie. Lo que me ha dado la gana hacer es esto, pese a que a veces te meten en problemas y no deberíamos trabajar bajo la presión de nuestros Gobiernos. Ahora bien, nunca he llegado a analizar al gremio periodístico bajo la óptica de lo que yo hago versus lo que ellos hacen, o lo que ellos deberían hacer. Este gremio es muy parecido en todas partes. Se nutre de una gran base de periodistas mediocres y de otra, significativa, de corruptos. Sin embargo, está muy poco alimentado por periodistas comprometidos.

​​¿Le ha temido más a un policía que a un sicario?

En El Salvador, un sicario ha sido más controlable. En México, menos, porque pueden venir a por ti y sacarte de un condominio privilegiado. Eso en mi país no lo hacen las pandillas, pero sí la policía. Ahora mismo, en El Salvador, el principal problema de un periódico que ha estado amenazado por diversos grupos criminales, como El Faro, es el Estado.

​​Me refería a cuando trabajaba en la calle.

En Honduras, la policía ha funcionado como un grupo criminal durante años, por eso podías tenerle el mismo o más miedo que a un pandillero. En México, donde es difícil distinguir entre el Estado y el crimen organizado, las policías municipales y estatales trabajan directamente con los delincuentes. De hecho, en algunos pueblos nos han perseguido agentes, no sicarios.

Usted entiende que, en el ejercicio del periodismo, no hay que tener miedo a molestar al lector.

Claro que no. Es necesario escribir contra el público, como decía Martín Caparrós. Prefiero verbos como sacudir, contrariar, incomodar, molestar o rabiar a verbos como generar empatía o entretener. A pesar de que es un buen verbo periodístico, nunca he tenido la pretensión de entretener a los lectores. Otra cosa distinta es hacer que algo les resulte interesante.

¿Esta forma de hacer periodismo consume? ¿Envejece?

Mucho. Te consume años de vida.

¿Cuál es el grosor de la línea que separa ser víctima o victimario en su país?

La gente es víctima de circunstancias y no de ADN. Usualmente, en El Salvador, quien sufre la victimización siempre es la misma, aunque haya privilegiados que, de repente, la cagan y tienen problemas. A quienes están en el fondo del pozo profundo, a los últimos de la fila, a esos a los que le he dedicado mi libro, no les dejamos absolutamente nada. Ni siquiera una posibilidad de salir de ahí. Quienes lograron salir lo hicieron arañando con las uñas las paredes, no con la ayuda de los miembros de la sociedad que nos tomamos cócteles, gobernamos el país y publicamos periódicos.

Los muertos y el periodista es el reflejo del fondo del pozo que conocí, un pedazo del mundo —Centroamérica, México y las comunidades migrantes en Estados Unidos— habitado por millones de personas con las que nos cruzamos todos los días. Y nos parece normal haberlas conminado a esa miseria.

Un pozo donde la víctima también puede ser victimario.

Claro, porque su condición se puede intercambiar de un momento a otro.

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