La noticia está en la fotografía. Una fotografía que ni miente ni inspira un relato victorioso sino todo lo contrario. Provoca hasta dolor, demuestra que los libros también pueden ser objeto de una muerte indigna en las calles y que la cultura difícilmente se merece esto. Ahí aparecen esos libros preparados para morir en un contenedor de basura como si fuese un campo de concentración y sin derramar una sola lágrima. Pero esa imagen cada vez es menos extraña en las calles de nuestras ciudades y en las del resto del mundo si se escucha al novelista norteamericano John Irving. Hace no tanto denunciaba que, al otro lado del charco, los libros también se dejan a montones en las calles, junto a contenedores de basura; que arden en estercoleros, en fogatas o en holocaustos perpetuos al olvido y a la ignoranecia. Y la pena es que no es una excepción.
Hoy, no se sabe cuantos libros se tiran a la basura al año porque no hay organización esclavizada a esos porcentajes. Tampoco se sabe si esos libros son buenos o malos porque habría que repasarlos uno a uno. Pero sí se sabe que, aunque sean malos, no hay ningún libro encuadernado en el mundo que tenga el derecho a morir en la calle víctima de ese abandono que menosprecia tanta letra y tanto trabajo. Al fin y al cabo, como recuerda aquel proverbio hindú, un libro es "como un cerebro que habla" y siempre habrá un día, en los próximos 30 o 40 años en el que pueda ser deseo de consulta y agradecerle que un día el autor se atraviese a buscar editorial y a desafiar esa batalla de la página en blanco desde el kilómetro cero.
Un libro es "como un cerebro que habla" y siempre habrá un día, en el que pueda ser deseo de consulta
Sólo por eso los libros merecen una muerte fiel capaz de recordarnos, por ejemplo, que desde 1925 existe una calle peatonalizada de 200 metros en Madrid, la Cuesta de Moyano, destinada exclusivamente a la compra y venta de libros de segunda mano, bajo el imperio de una estatua de Pío Baroja que explica que un libro también es una pieza de museo que resume a nosotros y a nuestros antepasados. Un enorme golpe de romanticismo que hace dinero a duras penas y retrocede a épocas en las que de ninguna manera pasaba esto: las casas de nuestros abuelos estaban empapeladas con libros y aquellos tomos de enciclopedias que no solo imponían respeto. También una severa admiración que resolvía todas nuestras dudas escolares.
Hoy, sin embargo, la tecnología ha resumido el poder del papel. Las habitaciones más pequeñas se han tomado la revancha y se captan fotografías como esta en una anónima calle de Cádiz, que llegó sin avisar a las redes sociales y fue capaz de escandalizarnos. No por su belleza sino por su contenido lleno de pena y de denuncia, capaz de preguntarnos si nosotros hacemos lo mismo en nuestras casas y de generar un debate inmenso en el que se recuerda que los únicos que pueden defender a los libros son sus lectores. Y la manera de defenderlos no es deshacerse de ellos de cualquier manera ni la de enviarlos al desguace, sino la de venderlos aunque sea por 50 céntimos, o la de donarlos a bibliotecas, que son como sus centros de acogida, genuinos representantes de una cultura en la que, en realidad, el silencio de un libro no se paga con dinero. Pero no para verlo morir en una calle, como si se tratase de un televisor estropeado, sino para ofrecer a los demás la posibilidad de volver a enamorarse de sus páginas. Al fin y al cabo, como explicó el viejo escritor norteamericano Edmund Wilson, tan traducido al castellano, "no hay dos personas que lean el mismo libro" lo que fue como decir que no hay libros buenos ni malos.
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