Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957), charla hoy en Montevideo sobre la memoria política como elemento político, o eso al menos anunciaba el programa del Festival Eñe. 'No tengo ni idea de lo que voy a decir', dijo, aunque resulta difícil de creer: después de publicar La Voluntad (Norma) en 1998, cinco tomos sobre la militancia revolucionaria en la Argentina de los setenta, escribió que no volvería sobre el tema. Hace dos años publicó A quien corresponda (Anagrama), sobre esos mismos años. En los ochenta, antes de volver de su exilio europeo, vivió en Madrid la resaca de la dictadura española. Y una crónica suya estuvo en el origen de la investigación del juez Cavallo que acabó derogando las leyes de Punto y Final y permitió juzgar a los responsables de la dictadura de Videla.
Cuando se revisita una época y se trabaja con la memoria política, ¿hay que elegir un bando?
Siempre hay que elegir un bando para los recuerdos, hasta cuando te acuerdas de cómo tu madre te daba la papilla. En el caso de la memoria política es más claro, porque esos recuerdos se transforman en una herramienta política. En la Argentina contemporánea hay una construcción hegemónica que consiste en glorificar a los desaparecidos de los setenta de la misma manera que se demoniza a sus victimarios. Es una construcción, y por supuesto hay muchas otras posibles, pero la memoria nunca es un ente sin objetivos.
¿Y las generaciones jóvenes quieren heredar esa memoria? Porque quizá prefieren el olvido.
Yo creo que ahora hay una cantidad relativa de jóvenes que les interesa saber lo que pasó. Pero de algún modo me incomoda: Argentina desperdicia mucha energía social pensando en los setenta.
Usted ha escrito cinco tomos y una novela sobre esos años.
Sí, yo soy uno de los grandes despilfarradores... De hecho, después de escribir La Voluntad publiqué un artículo diciendo que no iba a escribir más sobre los setenta. No es que no haya que recordar lo que ocurrió, pero los problemas del presente y del futuro son tantos, que también merecen esa atención. La memoria, a veces, tiene una especie de efecto de desvío de la atención que me parece nocivo.
Usted vivió la resaca de dos dictaduras, la española y la argentina. No sé si encuentra diferencias significativas.
Los dos fueron períodos gozosos, porque el final de una dictadura supone la recuperación de formas de libertad que habían estado vedadas. Me parece que hubo diferencias cuantitativas. En España habían pasado 40 años bajo la dictadura. En Argentina habían pasado siete, brutales, pero que culturalmente su influencia no había sido tan importante. Los cambios que vi en España fueron infinitamente más fuertes. Y al mismo tiempo fueron más duraderos.
¿Y cómo se ve desde Argentina, o cómo lo ve usted, el procesamiento al juez Garzón?
En ese momento, Garzón se convirtió en una figura relevante, pero ambigua. Porque había gente, yo mismo recuerdo haberlo escrito, que decíamos bueno, está todo bien, muchas gracias por ocuparse de nosotros, es una gran ayuda, pero y tu país, ¿qué? Y casi es una satisfacción morbosa saber que cuando quiso ocuparse, no de lo que pasaba a 12.000 kilómetros, sino de lo que pasaba a la vuelta de su casa, le pararon el carro. Y por alguna razón, una sociedad tan moderna y tan eficiente como la española, no supo impedir que le pararan el carro a este señor. Es una especie de satisfacción rencorosa.
En Argentina sí se ha juzgado a los responsables de los crímenes de la dictadura. ¿La literatura ha tenido algo que ver?
Curiosamente fue gracias a la lectura de uno de mis relatos en el diario Clarín, que el juez Gabriel Cavallo inició el procedimiento que llevó a declarar la inconstitucionalidad de las leyes de punto y final. Que fue lo que abrió el camino a esta última ola de juicios. Así que, efectivamente, se podría decir que en cierta forma sí, que los ejercicios de memoria literaria tuvieron su proceso.
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