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El triunfo del ruido

El crítico estadounidense Alex Ross analiza en ‘El ruido eterno’ (Seix Barral) por qué la música clásica del siglo XX sigue enfrentada a la incomprensión de las masas

ÁLEX VICENTE

EEstemos donde estemos, casi todo lo que oímos es ruido. Cuando lo ignoramos, nos molesta. Cuando escuchamos con atención, lo encontramos fascinante'. La cita es de John Cage, el revolucionario compositor que alternó sonidos estridentes y silencios interminables en un buen puñado de piezas deliberadamente caóticas, destinadas a dinamitar el peso de la tradición y los prejuicios de nuestro oído musical. 'El resto es silencio', decía Hamlet. Cage parecía afirmar todo lo contrario: el ruido está por todas partes y, en función del grado de atención que le destinemos, puede ser percibido como un espantoso zumbido o como una sinfonía asombrosa.

Para muchos melómanos, la música clásica compuesta durante el siglo XX suena como un ruido insoportable. Mientras Jackson Pollock se vende por millones de euros en las casas de subastas y David Lynch se estudia con devoción en las escuelas de cine, su equivalente musical sigue generando inquietud y malestar entre una aplastante mayoría de espectadores. Compositores como el austriaco Arnold Schönberg (1874-1951), auténtico artífice del cambio de paradigma en la cultura contemporánea, siguen siendo ignorados e incomprendidos un siglo más tarde.

Sin embargo, la música clásica del siglo XX ocupa un lugar central en el arte de nuestros días, muy a menudo sin que ni siquiera nos demos cuenta. El sistema atonal -el que prescindía de las armonías que habían marcado la música hasta el romanticismo- dio lugar a los ritmos sincopados del jazz. Los sonidos de vanguardia, que tanto impactaron en su día, se pueden escuchar hoy en la banda sonora de cualquier película supercomercial hollywoodiense. Y el minimalismo, que han abanderado compositores como Philip Glass y Steve Reich, basado en la repetición constante de frases musicales cortas, ha sido una influencia perceptible en la mayor parte del rock desde que The Velvet Underground debutó en la escena del Café Bizarre de Nueva York.

Así suena la tesis del libro El ruido eterno, un celebrado ensayo a cargo del crítico Alex Ross, que Seix Barral publicará en castellano a finales de septiembre, después de haber logrado un éxito sin precedentes en Estados Unidos y de haber sido traducido en quince países. Ross, experto en la música del siglo XX, ha logrado una especie de milagro en el mundo editorial: que un estudio de más de seiscientas páginas sobre un tema supuestamente intragable consiga despertar el interés del gran público.

De la Viena de principios de siglo al Nueva York de los años sesenta, pasando por la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler, el libro conduce al lector 'por el laberinto del sonido moderno', a través de las vidas de decenas de los compositores más influyentes del siglo pasado. Y lo hace de una forma amena, didáctica y novelesca, alternando largos pasajes sobre la época histórica que les tocó vivir con comentarios técnicos sobre sus partituras, aunque aptos para todos los públicos.

'Ha sido toda una sorpresa, aunque tuve claro desde el principio que quería llegar a un gran número de lectores. Quería que la gente no especialmente aficionada se diera cuenta de que la música clásica no es una forma de arte anticuada y aburrida, sino que está ligada a los acontecimientos más importantes de la historia reciente. Que es un arte que importa y que todos deberíamos conocer mejor', cuenta Ross. El autor atiende en su pequeño despacho en la redacción de la revista The New Yorker, para la que trabaja como crítico desde hace década y media.

Cuando publicó por primera vez en este prestigioso semanario, emblema de la intelectualidad neoyorquina, Ross era un joven de 25 años recién llegado a la gran ciudad desde los suburbios residenciales de Washington. Este hijo de geólogos nunca pensó en dedicarse a la crítica musical, aunque la composición clásica le cautivó desde pequeño. Mientras sus amigos veían la MTV, él escuchaba a Haydn y Mendelssohn.

'Sí, mis amigos del colegio creían que era un poco raro. Más tarde, durante los años de universidad me obsesioné con la música clásica contemporánea. Solía decir que toda la música pop era una basura. Pero un día empecé a escuchar patrones comunes que el jazz y el rock compartían con la música clásica. Y de ahí surgió la idea de escribir El ruido eterno', cuenta Ross. 'Quise demostrar que la composición clásica está por todas partes', dice.

En el libro, Ross se refiere a los numerosos compositores que colaboraron o se rebelaron contra las dictaduras, así como a los que contribuyeron a alentar los nacionalismos, como Sibelius durante la independencia de Finlandia. Habla de los maestros como Aaron Copland, compositor nacional durante el New Deal de Roosevelt que caería en desgracia en tiempos de la caza de brujas. Y también de Kurt Weill en el Berlín de los años veinte, cuando pareció estar a punto de rozar una proeza: romper la barrera que separaba la música clásica de la sociedad moderna, hasta que la irrupción del nazismo invalidó todos sus esfuerzos.

Ross analiza cómo los compositores abandonaron las melodías tradicionales para intentar encontrar nuevas combinaciones de tonos que condujeran a nuevas formas de expresión. La armonía que imperaba en el conjunto fue la gran perjudicada en este proceso, tal como sucedió en la sociedad europea a causa de las tormentas políticas. 'De la misma manera que los pintores del siglo XX abandonaron la figuración por el arte abstracto, los compositores hicieron algo parecido con la música. El misterio es que hoy seamos capaces de admirar un cuadro de Rothko, pero que las piezas de Schönberg sigan siendo abucheadas', apunta Ross.

El enigma sigue sin resolverse del todo, aunque el autor nos ofrece algunas pistas para entenderlo mejor. 'La gran diferencia es que crecemos observando arte moderno desde niños. En la escuela nos llevan a los museos y estudiamos las obras de los grandes pintores modernos en clase. A través de esta educación, la sociedad ha dejado de lado el shock inicial que provocaron algunos pintores y ha decidido abrazar su creatividad', dice Ross. 'En cambio, con la música contemporánea no sucede lo mismo. No recibimos ningún tipo de educación al respecto. Si, cuando somos adultos, decidimos ir a escuchar un concierto, es muy probable que no sepamos cómo encontrarle sentido alguno. La ironía es que se encuentre por todas partes, como un lenguaje universal, pero siga irritando tanto a la gente cuando se encuentra en estado puro'.

El autor divide la culpa entre la falta de curiosidad de los oyentes y el elitismo de ciertos compositores. Los primeros suelen decir que no hay belleza en la música contemporánea. 'Como si, según el canon tradicional, el Guernica pudiera considerarse bello', protesta Ross. Los segundos decidieron menospreciar al gran público. Schönberg, el más radical con diferencia, llegó a escribir lo siguiente: 'Si es arte, no es para todos. Y, si es para todos, no es arte'. Parafraseando al autor, la antítesis perfecta de este libro. Ross, quitándose el uniforme de experto, confiesa que últimamente se ha sorprendido a sí mismo tarareando alguna canción de Justin Timberlake.

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