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¿Cómo le entro?

¿Quién no ha tenido un amigo ligón? ¿Cómo lo consigue? ¿Cuál es su truco? ¿Sirven de algo manuales, DVD y técnicas de autoayuda para aprender a ligar?

JAVIER SALAS

Un tipo que podrías ser tú está en un bar con unos amigos y, sin dudarlo, se acerca a la chica más guapa del local. Al instante, ella sonríe. Al minuto, no para de reír. A los cinco minutos, regresa al grupo. El ciclo ritual de seducción ya se ha completado, lo que suceda por delante entre ellos dos no es más que un trámite. “¿Pero qué le has dicho?”, pregunta el menos avispado de sus amigos para descubrir cuál es el truco. No tiene ni idea, ¿a quién se el ocurre preguntar eso?


No es lo que digas, es cómo lo digas. En realidad, todo se basa en conceptos tan sencillos que cualquier ligón más o menos locuaz que hayamos conocido podría resumir. Lo controvertido es si ese savoir-faire se puede transmitir.


Gurús de la seducción
¿Se puede aprender a ser un seductor? En la década de los noventa, se consolidó en los EEUU un círculo privado, algo así como los masones del ligue, que ahora se han hecho ricos con libros y DVD que pretenden establecer unas reglas básicas, simples y concretas, infalibles en el momento de afrontar el trago de encarar a una chica. ¿Procurar estar siempre con ella, colmarla de atenciones, lucir coches caros, exhibir nuestras conquistas profesionales? Vas listo, amigo.


Para ello, advierten de que lo primero es consolidar la autoconfianza. Y sugieren métodos para conseguirlo: desde el ridículo “di ante el espejo que eres el mejor”, hasta pruebas más difíciles, como acudir a un centro comercial y saludar a las mujeres con las que te cruces como si conocieras. Si consigues salir de allí sin denuncias por acoso, habrás aprendido algo muy importante, dicen, que no es imposible hablar con una mujer desconocida. Que hay que “echarle cara”. Los caraduras casi siempre triunfan.


“Haz reír a una mujer casada y tendrás la mitad del camino andado”, dice Michael Caine en el filme Alfie. La risa es la mejor manera de acercarse a una mujer. Si además ella nota que es abordada con decisión, sin titubeos, su atención está ganada. Unos pocos conocimientos de expresión corporal consolidan el conjunto. Y la capacidad de improvisar en una conversación pueden hacer el resto. “Con esa labia que tiene, cómo no va a ligar”, se dice.


En realidad, no es una cuestión sólo de ligar, sino en general de aprender a sociabilizarse. Es lo que hay tras los planteamientos de los dating coach, figura que popularizó Will Smith en el filme Hitch. Se trata de mejorar las habilidades sociales: el que tiene labia, también la tiene con los hombres. Y el que sabe hacer reír a una mujer, también arranca sonrisas entre sus amigos.


¿Qué hizo el sujeto del ejemplo inicial? Llegó decidido. Mostró confianza en sí mismo y en su interés por ella, haciéndola sentir deseada. La hizo reír, con algún chiste que implicaba, de pasada, sus ganas de seducirla. Logró tocarla, rompiendo la barrera de lo físico, en un gesto sutil. Y se fue, sin más, dejándole un buen sabor de boca y ganas de más.


Aunque el amigo torpe no lo sabe, no hay trucos. Es una cuestión de actitud, como arranque, que posteriormente se apoya en determinados métodos de conducta. Recomiendan, por ejemplo, no ser previsible. Que no pueda contar contigo. Dejarla con la miel en los labios. Llevarla de ser la mujer más especial sobre la Tierra a una más del montón. Nada despertaría más su interés que no poder controlar.


¿Estereotipos, machismo, cosificación de la mujer? Los primeros manuales de este tipo surgen tras consolidarse la liberación de la mujer, en los setenta y ochenta. No es tan sencillo: se trata de ver más allá de una belleza. Una persona cargada de debilidades, de necesidades, de miedos.
Técnicas, trucos, conductas… El periodista que popularizó “el método” en su libro The Game, después de varios años, terminó renegando de él y enamorado de la mujer de su vida. Lo mejor es descubrir que, por muy aprendida que esté la lección, termina surgiendo alguien que nos saca al encerado, nos quema la chuleta y nos deja desarmados, sin argumentos. Y nos preguntamos, como el amigo pardillo: “¿Qué le digo?”.

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