Público
Público

Gabo vivió para contarlo

Si la sola mención de Borges trae consigo la imagen de una biblioteca infinita, la de García Márquez trae la de una vida inconmensurable. Él jamás habría dicho lo que Borges dijo de sí: 'vida y muerte le han faltado a mi vida'. Porque si algo le sobró a la vida desbordante y proteiforme de Gabo fue la muerte, de la que renegó en alguna entrevista porque nos priva sin remedio lo que él más amaba: la vida. Vida vivida en su caso con una rara intensidad desde que era apenas un adolescente, a quién la temprana vocación literaria no le confinó jamás en una biblioteca ni le apartó un ápice de la calle, de los amigos, de las mujeres o de la noche. Miento. Él mismo contó que, cuando cursaba sus estudios de bachillerato en un internado de la gélida y pueblerina Zipaquirá, en las cercanías de Bogotá, sin apenas amigos ni compañía se encerraba en la biblioteca a leer libros de poesía, con la misma obstinada dedicación que en adelante habría de acompañar todos sus empeños. Se comprende: para un 'costeño' como él, nacido y criado junto al Mar Caribe y habituado por lo tanto a su gente pachanguera y bulliciosa y a sus calores tan extremos como sus tormentas , esa ciudad recoleta y silenciosa, perdida en las alturas vertiginosas de los Andes y habitada por hombres taciturnos y mujeres embozadas desdibujados por la niebla y la llovizna, le resultaba una versión del infierno más contundente y verosímil que las imágenes flamígeras del mismo que ofrecían los tenebrosos retablos coloniales.

Sus mejores biógrafos —como Dasso Saldívar o su hermano Eligio García— dan cuenta de que su carrera literaria se confundió, hasta el día venturoso en el que la primera tirada de Cien años de soledad se agotó de un día para otro en Buenos Aires, con la de un indómito cachorro de escritor a quien tanto su impetuosa vocación como las vicisitudes suyas, de su familia y su país le fueron arrojando de un sitio para otro. Como si fuera la hoja de una hojarasca arrastrada por el viento. Así fue de Aracataca a Zipaquirá, de Zipaquirá a Bogotá y de allí a Cartagena, a Montería y luego a Barranquilla y de nuevo a Bogotá, para desde allí irse por primera vez a París, de donde regresó a Bogotá sólo para preparar el viaje a Ciudad de México, que a la postre resultó el definitivo. En ninguna de esas paradas dejó de cultivar y engrandecer su vocación literaria, que allí están La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba y el propio Cien años de soledad para probarlo. Pero tampoco de vivir su vida con un apasionamiento sin fisuras que corre parejo con el sobrio fatalismo que asedia a tantas de sus mejores páginas.

El éxito de Cien años de soledad le encumbró a la fama, le llevó a Barcelona y le permitió desplegar además amplia y libremente su vocación política. Porque, cabe recordarlo en este día de tantas necrológicas: Gabo fue un modelo de escritor engagé, comprometido, como lo fueron en su día Ernst Hemingway, Ilya Ehrenburg o André Malraux. O, en el otro extremo del arco ideológico y político, Curzio Malaparte o Louis Ferdinand Celine. El emblema de ese compromiso es su indeclinable amistad con Fidel Castro, un líder político cuya contradictoria y compleja dimensión histórica, el propio García Márquez intentó descifrar en El otoño del patriarca, su obra más arriesgada y difícil que, por lo demás, convendría leer en paralelo con La muerte de Virgilio de Hermann Broch, invaluable reflexión sobre las relaciones entre el poeta y el emperador.

A los críticos liberales la fidelidad de García Márquez a Fidel Castro les resulta especialmente irritante y, en el mejor de los casos, el baldón que desgraciadamente afea una obra literaria de calidad absolutamente indiscutible. Que por algo le concedieron el Premio Nobel de Literatura. Pero estos críticos omiten o pasan por alto que Gabriel García Márquez, 'uno de los once hijos del telegrafista de Aracataca ', cuya fuente primigenia de inspiración fueron los relatos de su abuela, está inscrito en la historia viva del Caribe, esa que se trasmite oralmente de generación a generación y a la que se refieren recurrentemente tanto las leyendas como la música populares. Y que, por lo tanto, está cargada por todas las tragedias que cinco siglos de colonialismo y neocolonialismo han producido en el mar Caribe, incluidas las más pérfidas formas de la esclavitud moderna y las decenas de invasiones y de golpes de Estado promovidos o respaldados por los gobiernos de Washington. De allí que García Márquez no haya podido menos que simpatizar con el radicalismo con que la revolución cubana intentó poner fin a esa historia infame y con el líder que, para bien y para mal, encarna ese radicalismo: Fidel Castro.

Francia le concedió en su día la Legión de honor y él mismo tuvo un piso de su propiedad en París. Pero ni ese honor ni ese privilegio le hicieron olvidar aquella noche aciaga de los años 50 del siglo pasado en la que la gendarmería francesa, en represalia por un atentado terrorista del FLN, se dio a la cacería de todos los argelinos residentes entonces en París. Detuvieron y apalearon a miles —entre ellos a García Márquez, a quien confundieron con uno de ellos— y a un número indeterminado de los mismos los arrojaron al Sena. Para que se ahogaran sin más.

Gabo perdonaba pero no olvidaba. Su obra periodística es ingente y tan deslumbrante como el resto de su literatura. Pero en ella destacan las crónicas que dedicó a la revolución y la guerra civil en Angola y a la audaz y decisiva intervención de Cuba en la misma. Su calidad es por lo menos equiparable a la de las crónicas sobre la Guerra Civil Española que escribieron Hemingway, Dos Passos, Ehrenburg, Koestler.... Y son, junto con la trepidante crónica que dedicó a arriesgada aventura de Miguel Littin rodar clandestinamente una película sobre el Chile de Pinochet, prueba suficiente de que a Gabriel García Márquez también hay que leerlo como a un formidable escritor político.

* Carlos Jiménez es escritor colombiano, autor de La escena sin fin. El arte en la era de su big bang

¿Te ha resultado interesante esta noticia?