Son los últimos supervivientes de una barbarie. Sufrieron la Guerra Civil, fueron represaliados por la dictadura y viven para contarlo. El documental Vencidxs, que Público apoyó durante su campaña de crowdfunding y que se estrena este sábado en Barcelona y el lunes en Madrid, recupera 107 testimonios de nuestro pasado más reciente y más oculto. Más que un proyecto de memoria histórica al uso, esta obra permite a los protagonistas que hilen y cuenten su propia historia, sus vivencias, asuman sus errores del pasado e, incluso, lancen propuestas para una vida alternativa fuera de un sistema tirano.
'Queremos mostrar que la represión franquista durante la Guerra Civil fue una estrategia centralizada y organizada que llevó a un genocidio', apunta Aitor Fernández, director de Vencidxs, que ha recorrido más doce mil kilómetros en un 'coche destartalado' para grabar 170 horas de testimonios y poder contar así la 'historia de los que fueron luz en un mundo de tinieblas'.
La producción del documental ha sido acompañado de una extensa obra que recoge por escrito los testimonios de los últimos supervivientes del 'genocidio' español. Una obra que ha contado con un prólogo de Manuel Rivas, escritor y columnista de El País. 'Los testimonios de los Vencidxs, pese a la intimidación ambiental intensificada por la derecha zombi, han impedido que triunfara una especie de tercera fase del fascismo: la amnesia retrógrada. Un tipo de amnesia voluntaria, selectiva, que trata de estigmatizar los períodos de libertad, democracia, reformas sociales y federalismo, como efímeros preludios del caos. Lo que se practica ahora es la guerra contra la memoria, pero no contra cualquier memoria. Es la guerra contra la memoria antifascista', escribe Rivas.
A continuación, reproducimos el testimonio de tres protagonistas. Dos mujeres y un hombre que forman parte de nuestra historia, aunque sean muchas las voces y más los poderes fácticos que han intentado silenciar sus recuerdos como una fuente básica de información que muestra que la Guerra Civil, por encima de muchas definiciones, fue una guerra de clases: una guerra de los ricos contra los pobres.
Conxa Pérez. Barcelona, 1915.
Cuando nos propusimos hacer la Revolución, al principio creíamos que iba a ser muy fácil, pero pronto nos fuimos encontrando con muchos obstáculos y contradicciones. Pero la Revolución existió, y fue para mí un momento muy feliz. Mi padre fue uno de los fundadores de la CNT, era un hombre analfabeto pero de acción, perseguido por la policía a la que burlaba saliendo por detrás de nuestra vivienda cuando venían a buscarlo.
(...) La llegada de la República fue algo muy deseado. Fuimos todos hacia la Plaza Sant Jaume, las calles colindantes estaban repletas de gente. Luego fuimos a liberar a los presos, y esa vez se hizo real el liberar a mi padre. Entramos todos hasta el interior de la cárcel y empezamos a abrazarnos a ellos. Fue muy emocionante. Los primeros años de la República representaron una explosión del movimiento libertario al dejar de ser clandestino. Empecé a frecuentar el Ateneo Faros, y allí comentábamos libros, aprendíamos a escribir y a hacer cuentas, asistíamos a cursos de esperanto, de sexualidad, de naturismo. Se debatía sobre la igualdad de la mujer y se hablaba del amor libre, pero para mí todo quedaba en una teoría, pues yo tenía mucho miedo a quedarme embarazada. Más tarde me afilié a las Juventudes Libertarias y a la FAI. Trabajaba en un taller de artes gráficas, mis compañeros me eligieron delegada sindical y empecé a asistir a las reuniones de la CNT. Yo era la única mujer en ellas, pero nunca tuve ningún problema con ningún compañero, ellos me respetaban.
(...) En cuanto nos enteramos del golpe fuimos a concentrarnos en el bar y pasamos la noche allí. Al amanecer nos dirigimos al cuartel de Pedralbes. Cogimos un camión y lo rodeamos de colchones que habíamos cogido de una tienda. Alguno perdimos por el camino, pero así entramos en el cuartel, que nos fue entregado. Llenamos el camión de armas y regresamos al bar, ¡pero tuvimos que volver porque nos faltaban las balas! Yo llevaba la pistola de mi padre, pero un militar me dijo que dónde iba con eso y me dio un Astra, un pistolón enorme. Teníamos tanto miedo que ya ni lo sentíamos. Después fuimos a la Modelo a liberar a los presos, pero a Martorell ya no lo vi. Y luego empezó la Revolución. (...) Las mujeres hacíamos básicamente lo mismo que los hombres: las guardias, intercambiar comida con los campesinos, esperar a que nos atacaran o atacar. En Belchite vivimos unos ataques muy duros que me impresionaron mucho. (...) Corríamos entre las balas, pero entonces no pensaba que alguna me pudiera alcanzar. Yo viví el frente con mucho entusiasmo.
(...) En una retirada me encontré un compañero que estaba herido y se había quedado solo. Yo llevaba un pequeño botiquín y empecé a curarle las heridas de bala, pero luego me di cuenta de que tenía otra herida en los testículos y ahí ya no me atreví. Entonces le dije que iría a buscar a la Cruz Roja y él me dijo asustado: 'Por favor, que sea verdad', porque el pobre se veía perdido allí. Pero un rato después volví con la Cruz Roja y se salvó. Meses después me dieron mi primer permiso. Volví a Barcelona, que estaba toda colectivizada. Decidí entrar como voluntaria en el Hospital de la Maternidad de Barcelona. El hospital estaba muy bien organizado y atendíamos a los niños lo mejor posible.
(...) Me puse a trabajar en una fábrica de pintalabios que colectivizamos para convertirla en una fábrica de armamento. Tuvimos que aprender a fabricar armas, compramos tornos y lo necesario para hacer las balas. Trabajábamos 100 personas, y la Generalitat nos iba prestando dinero que luego le devolvíamos en material. Allí sospechábamos que en la fábrica la antigua dueña estaba haciéndonos sabotaje, pero luego no fue así. Ella se quedó en la fábrica y no nos molestó para nada. El caso es que los problemas empezaron a venir, y todo estalló en mayo del 37.
(...) Mucha gente se había ido ya, pero mi hermano y yo nos esperamos hasta casi el final. La guerra ya estaba perdida. Empezamos a quemar todo lo que pudiera ser comprometedor para nosotros y para los compañeros. El 26 de diciembre de 1938 abandoné Barcelona. Cruzamos la frontera por Portbou y el recibimiento de Francia fue terrible. Lo que sentíamos es inexplicable. Nos subieron a un tren hasta Liévin, y allí estuvimos 9 meses. Con la ocupación nazi fuimos trasladados al campo de Argèles-sur-Mer. Allí trabajé como censadora con una compañera. Al campo también llegó mi compañero, aunque nuestra relación se iba deteriorando, pues yo sentía que no era igualitaria y él no tenía apenas en cuenta mis opiniones.
(...) Con mucho dolor tomé la decisión de dejar al niño en la Maternidad hasta que pudiera remontar económicamente. Me dijeron que podía ir a preguntar cuando quisiera por él, pero que no podría verlo hasta que no cumpliera un año. La Maternidad ya no era en lo que yo había trabajado: entonces las puertas siempre estaban abiertas para los padres y se atendía a todo el mundo. Pero no tenía otra opción. Me puse a trabajar muchísimo sirviendo en la casa de una familia judía y acudía a la Maternidad para preguntar por Ramón diariamente. Me decían que el niño estaba guapísimo. Busqué una habitación para mi hijo y para mí. La familia para la que trabajaba me avisó de que lo sacara lo antes posible y me ayudó a hacer papeles para que me devolvieran la custodia. Si llego a tardar un poco más me lo matan: cuando me lo dieron estaba completamente desnutrido.
(...) La Transición fue algo muy pensado por ellos. Digo por ellos, los fascistas. Así que durante la Transición no se pudo hacer demasiado, a excepción de un sindicato bien fuerte, eso sí debía de haberse hecho. La guerra fue una monstruosidad, las guerras no sirven para nada. Nosotros queríamos cambiar la sociedad, encaminarla poco a poco hacia 'lo nuestro' y nuestras acciones iban encaminadas a eso: las cosas cambian de muchas maneras, por ejemplo con la persuasión y el ejemplo, pero si de vez en cuando hay que romper algún cristal, yo no lo veo tan mal. Pero luego fue todo al revés. Hoy les diría a todos los jóvenes que cuestionaran su juventud. Que miren cómo viven y qué es lo que es necesario cambiar.
Antonio Torres Morales. Málaga. Luchador anarquista
Málaga era una ciudad hermosa, pero llena de sufrimiento. Mi madre, cuando ponía un puchero, tenía que apartarle a los niños del vecino porque sino ese día no comían. Yo vivía en un barrio que quería salir de esa situación, pero no podía. Los niños buscaban a ver de dónde podía venir algo para ayudar, pero no venía nada. Mi madre trabajaba en una fábrica textil y mi padre en una fábrica de óxido rojo, estaban muy mal pagados. Por eso me coloqué muy joven, y tuve la suerte de entrar en una peluquería para señoras. Allí estuve cinco años.
En la peluquería le lavaba la cabeza a las señoras ricas, y con las propinas me compraba libros del movimiento libertario. Con 14 años entré en las Juventudes Libertarias. En aquellos tiempos la UGT y la CNT estaban llenas, yo me decanté por la segunda opción. Nuestra lucha era que el trabajador participara de las ganancias del patrón, que había producido con su trabajo. Pero en todo eso llegó la guerra. Me hice voluntario de una columna de milicianos. Se llamaba Columna Libertad. Hacíamos instrucciones por las calles, pero no teníamos armas. Y, sin armas, ¿cómo íbamos a ir al frente?
Yo era una persona muy inocente y hasta el último momento no me di cuenta de la entrada de los fascistas. Salí de Málaga con mi padre, a toda prisa, en dirección a la carretera que iba a Almería. Aquello era como una procesión de gente, no te vayas a pensar que eran ni diez ni veinte; era... como la Semana Santa, como una manifestación. Al principio mi padre y yo nos agarramos a los amortiguadores de un camión para ir mejor. Caminamos toda la noche y amanecimos en Torre del Mar. La gente iba con lo que había podido coger de casa, algunos no llevaban nada, y se pusieron a desayunar caña de azúcar que había plantada. Entonces vimos unos barcos. Alguien dijo: '¡Ésos barcos son de los nuestros! ¡Nos van acompañando en el camino...!' Sí, acompañando... Al rato esos barcos se pusieron a bombardearnos.
De pronto nos caían encima los obuses. Imagínate el terror de la gente, que iba muriendo en la carretera, y nosotros no podíamos hacer nada, sólo quitarnos del medio. Aquello no lo esperábamos. Luego vinieron los aviones y se pusieron a ametrallarnos. Querían que volviéramos a Málaga, querían sembrar el terror. Y mucha gente murió en el camino. Hay escenas que no se te olvidan. Yo pude ver a una mujer, llena de sangre, con un niño muerto en los brazos. La mujer no estaba ni sentada, ni tumbada, estaba como un poco de lado, mirando hacia el cielo. Ella miraba para arriba, como pidiendo una ayuda. En fin, cuadros como ése se veían más malos que buenos.
Tuvimos que abandonar la carretera del mar y entrar hacia adentro. Después de cinco o seis días llegamos a Motril y comenzaron a bombardearnos otra vez. Nos pudimos esconder en un cañaveral, pero había que seguir andando para evitar la muerte. Almería está muy lejos, ¿sabe usted? Las criaturas, las mujeres de su casa, los viejos, todos íbamos muy cansados, porque aquello era mucho caminar, y además vinieron los bombardeos, los aviones. Y al final llegamos, llegamos a Almería. Pero allí no había nada, ni para comer, ni para dormir. Nos metieron en un tren y nos llevaron a Murcia. En Murcia tampoco había nada, ni teníamos ningún familiar, así que pedimos irnos a Barcelona, porque teníamos familiares allí, y nos aprobaron el viaje.
En Barcelona sí que vi organización. (...) Estuve colaborando en una fábrica de guerra colectivizada por la CNT. Un día en el comedor pude ver algunos jóvenes que corrían. Un hombre detrás de mí me dijo: 'Corren porque son unos cobardes.' El hombre tenía unos papeles en las manos y me dijo: '¿Y tú te quieres apuntar voluntario?' Yo le dije que aquello de voluntario no tenía nada y que por la tarde iría a su cuartel a apuntarme por propia voluntad. Aquella misma tarde me alisté voluntario en el cuartel Voroshilov, en la columna Carlos Marx. ¡Con todo lo que había de anarquista en Barcelona y tuve que meterme en una columna comunista! Pero, como le di mi palabra, seguí adelante, nuevamente comprometido en la milicia. Además, en realidad yo me he llevado bien con todo el mundo, con comunistas, anarquistas y republicanos, hasta con algunos fascistas. Porque yo he ido a la verdad. A hacer algo bueno, a ayudar.
(...) Yo ya llevaba muchos meses de guerra, pero aquella guerra no tenía nada que ver con lo que se avecinaba. A partir de julio de 1938 se contraatacó en el Ebro. Aquello era una guerra de mortero, de bombardeo continuo hacia nosotros. Los pontoneros arreglaban los puentes de noche y de día los volvían a destruir. Se luchaba y se perdía la vida por un metro de tierra que a las pocas horas había que dejarlo en manos del contrario. En el Ebro un tiro de suerte era un tiro en una pierna, en un brazo, porque del Ebro se quería salir: aquello era un infierno. En el Ebro a veces no teníamos ni agua para beber. Allí murió la mejor juventud. A un compañero, se llamaba Alcoriza, le dieron un tiro en la boca, lo pusieron boca arriba y se ahogó. Hoy te estoy contando estas cosas y ya me duelen, pero entonces no me dolían. En la guerra se endurecen los corazones, porque no queda más remedio que sobrevivir. Las guerras son muy malas. Sólo es bueno el camino de la paz.
(...) ¿Tú ves allí al fondo, esa neblina, ese horizonte borroso? Así es como ven los jóvenes el porvenir. Pero ¡cuidado! los jóvenes son siempre los jóvenes. Los jóvenes tenéis algo que nosotros ya no tendremos jamás. ¡Quién tuviera ahora veintitantos años! Yo a los jóvenes les digo que luchen, pero que por nada se metan en una guerra. No vale la pena. Sólo hay una cosa que arregla las cosas: el tiempo y la paciencia. La mejor juventud de España murió en el Ebro, en Belchite. ¿Y qué se alcanza con eso? Nada. Yo soy un hombre de paz.
María Martín. (Ávila, 1930)
Mi padre me decía que nunca llorara aunque me viera con las tripas en la mano. Así hago. Aunque, tantas cosas van ya, que no sé si tirar para atrás o para adelante. Yo no creo ya ni en mí.
Mi padre se llamaba Mariano. Era labrador y ganadero. Mi madre, Faustina. La llamaban La Grifa porque tenía el pelo rizado. El primer recuerdo que tengo de ella es el día que se la llevaron. Estábamos en casa de una vecina viendo cómo entraban los moros. Vino un señor, mandado por quien fuera, que me agarró de los hombros y me separó de mi madre para llevársela. Ya no la volví a ver hasta el 20 de septiembre, que la soltaron para que fuera a buscar mil pesetas a cambio de que no la mataran. Como no las tenía, la mataron al día siguiente. Mi hermana se enteró de cuando la llevaban a matar, y fue corriendo detrás, pero no le dejaron despedirse de ella. Un guardia civil le pegó con la culata del fusil y la tiró al suelo. Ese día mataron a 27 personas. Las cuatro mujeres fueron desnudadas. No nos permitieron recuperar la ropa.
Luego nos echaron de nuestra casa. Como estaba arrendada entraron y nos tiraron todo por el balcón. Se quedaron las cosas de la casa y los comestibles. Enseguida se hizo una aristocracia en el pueblo, y allí en el cuartel de la Guardia Civil se iban repartiendo lo de todos: una sábana para ti, otra para mí; aquí sobra una, pues un cacho para cada uno.
Mi padre no estaba en el pueblo cuando mataron a mi madre. Ellos no estaban casados en España, se habían casado en Francia. Pero cuando volvieron de allí no les querían dejar estar juntos porque decían que ese matrimonio no era válido. Mi padre les respondió que sólo se casaba una vez, y por ahí le empezaron las guerras. Lo metieron en la cárcel, lo acusaron de que había sido alcalde: ¿cómo iba a haber sido alcalde si era analfabeto? Él se dio cuenta que tenían intención de matarlo, así que con la ayuda de alguien influyente que le tenía aprecio simuló que lo habían matado. Vinieron al pueblo gritando: 'Lo han matado, lo han matado' y todos nos creímos que lo habían matado. Mi madre también. Pero él se había escondido en un pueblo cercano a Ávila. Fue a partir de septiembre de 1936.
(...) La primera vez que nos hicieron lo del ricino yo tenía 6 años. Nos recogieron por todas las calles y nos llevaron a la Iglesia, a rezar el rosario y cantar la Salve. Nos llevaban a rezar y 'a pedir a Dios que fuéramos más buenos.' Luego nos repartieron entre el ayuntamiento, las escuelas y el cuartel de la Guardia Civil. Allí daban el aceite de ricino y las guindillas a los niños de 6 años como yo, que era la más pequeña, porque mi madre no podía ir por mí, pues ya la habían matado. A los niños nos daban medio litro de aceite de ricino con diez guindillas y a los mayores y las mujeres embarazadas, el litro entero con veinte. Una señora, que estaba embarazada, les dijo que si no les daba pena hacerle eso a niñas como nosotras, y le respondieron que si ella se tomaba su ración a nosotras no nos la daban. Se la dieron, lo de ella, lo de mi hermana y lo mío. Cuando se lo bebió le dijeron: 'Tú es que no tenías bastante y querías más, pero no te apures que ellas tienen aquí lo suyo'. Aquel día estuvimos desde las 9 de la mañana hasta las 8 de la noche. Luego ya no nos volvieron a juntar más, nos iban llamando por separado, cada día a una persona diferente. Cuatro o cinco veces al año, o más, cuando se les antojaba. La última vez que me lo hicieron a mí fue cuando yo cumplí los 17 años. Vinieron los maquis al pueblo y ellos creyeron que yo los había visto. Esa tarde mataron a uno de los caciques del pueblo.
(...) En realidad nosotras nunca le contamos a nuestro padre lo del ricino. Él hubiera ido a por ellos, y luego lo habrían matado a él. Siempre nos protegía y nos defendía, así que lo protegimos también. Murió a los 85 años y nunca lo supo. Tampoco nunca se quiso volver a casar con otra mujer. Decía que no había ninguna que pudiera ocupar el puesto de mi madre. Siempre le poníamos flores donde la enterraron, y yo se las sigo poniendo. Tampoco he dicho nunca el nombre de los que le daban las palizas a mi padre, ni de los que nos daban el ricino y las guindillas. Los hijos de los asesinos han sido mis compañeros de escuela, y guardamos buena relación, por eso yo nunca les contaré lo que hicieron sus padres. Ellos no tienen la culpa.
(...) El 7 de diciembre de 1963 nació mi primera hija. Mi hermana me acompañó al hospital, en Madrid, a dar a luz, pero tuvo que marcharse a trabajar. El médico y la enfermera se miraron. Me empezaron a dar unas contracciones muy fuertes, pero la enfermera me decía que no apretara. Entonces yo hice un gesto para contener la respiración. Digo yo si la enfermera creyó que era para hacer más fuerza. Me dijo otra vez que no apretara, y me dio dos bofetadas, a dos manos. Me entraron ganas de hacerle tragar sus gafas, pero pensé: 'María, que estás en sus manos y te puede hacer daño a la criatura'. Así que me contuve. Me cruzó las piernas y se sentó encima de mí. Luego vino el médico y le preguntó a la enfermera que qué pasaba. Le contestó: 'Nada, éstas de pueblo, que son unas animales.' El médico dijo que el parto era inminente, pues la niña estaba perdiendo respiración. Me llevaron corriendo al quirófano y me anestesiaron. La niña nació, pero yo todavía no la he visto. (...) Yo siempre he sospechado que a mi niña me la robaron, por eso pido que digáis que si hay alguna mujer que sospeche que sus padres no son sus padres, y que su nacimiento fuera en esas fechas, por favor, que se ponga en contacto conmigo.
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