La historia enseña y la actualidad confirma que no es en los periodos de crisis más aguda o privación cuando los ciudadanos se revuelven contra un estado injusto obligando a las instituciones y al poder político a realizar cambios decisivos en el Gobierno. Siendo siempre complicadas las comparaciones, sería de esperar que los jóvenes griegos, portugueses y españoles, gobernados por gobiernos conservadores que les están secuestrando el futuro, tanto en el empleo como en lo que a salud y educación se refiere, se revolvieran en las calles más intensamente que los jóvenes brasileños, gobernados por un gobierno progresista que ha promovido políticas de inclusión social, aunque minado por la corrupción y, a veces, equivocado con respecto a la prioridad relativa del poder económico sobre los derechos de ciudadanía. Siendo ésta la realidad, sería igualmente de esperar que las fuerzas de izquierda de Brasil no se hubiesen dejado sorprender por la explosión de un malestar que se ha venido acumulando, y que sus congéneres del sur de Europa se estuviesen preparando para los tiempos de contestación que pueden surgir en cualquier momento. Infelizmente, no ha sido así antes, ni lo es ahora. Por un lado, hay una izquierda en el Gobierno fascinada por la ostentación internacional y por el boom de los recurso naturales; por otro, una izquierda acéfala en la oposición, paralizada entre entre el centrismo maloliente de un Partido Socialista ávido de poder a cualquier precio y el inmovilismo embalsamado del Partido Comunista. El Bloco de Esquerda (Bloque de Izquierda) es el único interesado en buscar soluciones integrales, pero sabe que solo no conseguirá nada.
Pero la semejanza entre las izquierdas de los dos lados del Atlántico termina aquí. La de Brasil está en condiciones de transformar su fracaso en una gran oportunidad. Si la aprovechará o no es una pregunta aún sin respuesta, pero las señales son esperanzadoras. He aquí, las principales:
Primero, la presidenta Dilma Rousseff reconoció la energía democrática proveniente de calles y plazas, prometió dar máxima atención a los manifestantes y, finalmente, se mostró dispuesta a reunirse con representantes de los movimientos y organizaciones sociales, algo que había rehusado hacer desde el inicio de su mandato. Falta por saber si en este reconocimiento se incluyen los movimientos indígenas que más directamente han salido perjudicados del modelo de desarrollo asentado en la extracción de recursos naturales a cualquier precio y han sido víctimas constantes de la violencia estatal y para-estatal y de groseras violaciones del derecho internacional (consulta previa, inviolabilidad de territorios, etc.).
Segundo, en muchas ciudades se anularon los aumentos de precio del transporte público y, en algunos casos, incluso se prometió la gratuitad de los mismos para los estudiantes. Una señal de justicia para las reivindicaciones del Movimento Passe Livre (MPL). Además, para enfrentar los problemas estructurales en este sector, la presidenta prometió un plan nacional de movilidad urbana. Tales problemas no serán resueltos sin una reforma política profunda, ya que las concesionarias de transportes son fuertes financiadoras de las campañas electorales. Aun así, la presidenta, consciente de ello y de los hilos que mueve la corrupción, se ha decidido a promover tal reforma, garantizando mayor participación y control ciudadano, y más transparencia y control a las instituciones. Y aquí está la tercera señal. Creo, no obstante, que la presidenta sólo se meterá en tal reforma bajo mucha presión. En vísperas de elecciones, y a lo largo de su mandato, convivió mejor con la bancada parlamentaria ruralista (con un poder político infinitamente superior al peso poblacional que representa) y con sus agendas del latifundio y de la agro-industria de la que comen los sectores en lucha contra los agrotóxicos y en defensa de la economía familiar, la reforma agraria, los territorios indígenas y quilombolas, etc. La reforma del sistema político tendrá que incluir un proceso constituyente, y en eso se deberán implicar a los sectores políticos de la izquierda institucional y los movimientos y organizaciones sociales más lúcidos.
La cuarta señal reside en la vehemencia con que los movimientos sociales que han estado luchando por la inclusión social y que han sido el ancla del Foro Social Mundial en Brasil se han distanciado de los grupos fascistoides y violentos infiltrados en las protestas y también de las fuerzas políticas conservadoras -que tienen a su servicio a los grandes medios de comunicación-, empeñadas en dividir a la clase popular. Volver a las clases populares contra el partido y los gobiernos que, en el balance general, más han hecho por la promoción social de las mismas, era la gran maniobra de la derecha. Pero parece que ha fracasado. A ello ayudó también la promesa de la presidenta de destinar el 100% de lo recaudado por los derechos de explotación del petróleo a educación (Angola y Mozambique, despierten mientras estén a tiempo) y sanidad (llevando a miles de médicos extranjeros para el Serviço Unificado de Saúde -el SUS, similar al Sistema Nacional de Salud portugués y español-).
En estas señales reside la gran oportunidad de las fuerzas progresistas en el gobierno y en la oposición para aprovechar el momento extrainstitucional que vive el país y hacer de él el motor de la profundización democrática del nuevo ciclo político que se aproxima. Si no lo hacen, la derecha hará todo cuanto sea posible para que el nuevo ciclo sea tan excluyente como los viejos ciclos que durante tantas décadas protagonizó. Y no olvidemos que tendrá a su lado al big brother ('gran hermano') del Norte, a quien no le conviene un gobierno de izquierda estable en ninguna parte del mundo, y mucho menos uno de los trozos de tierra que aún considera suyo.
* BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS es doctor en Sociología del Derecho por la Universidad de Yale y catedrático de Sociología en la Universidad de Coímbra.
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