Resulta imposible establecer una fecha concreta. Los testimonios, la mayoría ya fallecidos, hablaban de un fatídico atardecer del año 1944. En los registros oficiales, sin embargo, no queda ni rastro de aquella tarde de barbarie. Decenas de niños entre tres y cinco años fueron arrancados a golpes de los brazos de sus madres, presas en la cárcel de mujeres de Saturraran (Euskadi), para ser enviados a un destino incierto a bordo de un tren.
El historiador Ricard Vinyes recoge los hechos en su obra Presas políticas. “Funcionarias y religiosas ordenaron a las presas sin previo aviso que entregasen a sus hijos. Al parecer hubo un alboroto considerable, palizas y castigos. Teresa Martín tenía cuatro años y sólo recuerda estar siempre con su madre: 'Siempre o en brazos de mi madre o de la mano de mi madre. Sólo nos separaron una vez, pero fue para siempre'”.
Alrededor de 4.000 mujeres fueron recluidas, entre 1938 y 1944, en la cárcel de Saturraran, un antiguo balneario decimonónico en la bahía del mar Cantábrico. Con apenas un petate para dormir, en los mejores años del penal, y un retrete por cada 250 reclusas llegaron a convivir en el mismo espacio temporal alrededor de 1.600 mujeres. La investigadora y periodista María González Gorosarri, autora del libro No lloréis, lo que tenéis que hacer es no olvidarnos calcula que cada presa disponía de alrededor de 45 centímetros de suelo para dormir.
Las reclusas estaban custodiadas por 25 monjas de la Merced y 50 militares“La prisión central de Saturraran estaba formada por un complejo de varios edificios pertenecientes a la Iglesia que diferenciaba a las presas en madres, ancianas y jóvenes. Las reclusas estaban custodiadas por unas 25 monjas de la Merced, un sacerdote, un funcionario de prisiones y alrededor de 50 militares”, señala a Público González Gorosarri, que añade que el lugar “más característico” de la cárcel era la “celda de castigo”. “Esta celda se encontraba a la altura del río que pasaba por detrás del edificio anteriormente denominado Barrenengua. En consecuencia, siempre tenía un palmo de agua en el suelo que alcanzaba casi el metro cuando subía la marea”.
Durante los seis años en los que se mantuvo operativo el penal fallecieron entre sus muros 120 mujeres y 57 niños y niñas. El hambre y la falta de higiene formaba parte de la vida cotidiana de las reclusas. Los testimonios recopilados por la investigadora describen cómo las monjas robaban la comida de presas y niños para venderlo en el mismo economato de la cárcel o en el estraperlo y confiscaban los alimentos que enviaban las familias de las presas. “Por ello, la madre superiora Sor María Aranzazu Vélez de Mendizabal, conocida entre las presas como La Pantera Blanca, fue posteriormente destituida”, agrega González Gorosarri.
En la cárcel se amontonaban sin distinción las presas políticas (lazos con partidos o sindicatos afines a la República) y las presas comunes (en su mayoría prostitutas o abortistas). “Los presos políticos hombres eran separados de los presos comunes. Sin embargo, el régimen negaba a la mujer su condición de sujeto político activo por lo que era encarcelada junto a presas comunes”, explica la investigadora.
La obra de González Gorosarri recoge el testimonio de Balbina Lasheras Amezaga, quien fue conocida en la prisión de Saturraran como 'la peque', ya que era una de las más jóvenes del penal. Balbina fue detenida el 21 de junio de 1937 cuando las fuerzas falangistas entraron en Bilbao, su ciudad de nacimiento. En aquel momento tenía 16 años y se encontraba jugando a 'la cuerda' con sus amigas. La acusaron de haber delatado a unos vecinos falangistas que vivían en un chalet cercano. Permaneció encarcelada 5 años, 4 meses y 10 días.
Balbina fue detenida con 16 años mientras jugaba en la calle a 'la cuerda' Tras dos breves estancias en diferentes cárceles de Euskadi, Balbina fue trasladada a Saturraran. “Pasamos mucho, mucho frío. Debajo teníamos el río y había mucha humedad. Muchas mujeres se murieron de tifus. Don Luis Arriola, que era el médico de Ondarroa en aquella época, también era el médico de Saturraran. Nos daba una vacuna contra el tifus. La vacuna decía que había que tomar la inyección en tres tandas. Aquel ¿sabes qué hizo? ¡Meternos toda la vacuna de una vez! Menos mal que las jóvenes podíamos mantenernos en pie para poder atender a todas aquellas mujeres que estaban por el suelo. No se podían levantar de la fiebre que tenían”, recuerda Balbina.
En un pabellón distinto al de Balbina, en el de las madres, se encontraba Ana Morales. Tenía 17 años cuando la denunciaron por ser espía comunista. Ella lo negó todo. No obstante, y a pesar de estar embarazada, ingresó en prisión. En la cárcel de Ventas (Madrid) dio a luz a su primer hijo. Meses después fue trasladada a la cárcel de Saturraran junto a otras 25 madres con sus 25 niños.
“Entraban 30 litros de leche todos los días. Pero la leche era para las monjas, no era para los niños ni para las madres. A nosotras, a veces, nos daban un café, sin azúcar ni nada, porque el azúcar lo vendían de estraperlo (…) Mi hijo tuvo catarros fuertes y una vez las que estaban en la oficina con el director le dijeron al médico que por qué no le recetaba algo. Y dice: '¿Cómo le voy a recetar si no tiene dinero para comprarlo?'”, relata Morales, que recuerda el día en el que los niños mayores de tres años desaparecieron.
'A las madres nos mandaron a lavar al río. Cuando volvimos los niños mayores no estaban'
“No sé si fueron las monjas o fue el Estado, pero mandaron un autocar con monjas teresianas, que vinieron de paisanas. A las madres nos mandaron a lavar al río. Al volver al pabellón no había ningún niño mayor. Todos los niños mayores se los habían llevado en el autocar. Y, claro, a las madres les daban ataques. '¿Dónde están mis hijos? ¿Quién se los ha llevado?', repetían”.
Uno de estos niños que vivió sus primeros años en la prisión es Rosa Pajuelo. Con dos años de vida fue trasladada junto a su madre a la prisión de Saturraran. Allí estuvo hasta los cinco, cuando su madre la entregó a una presa del pueblo que salía en libertad para evitar que fuera 'requisada' por las monjas. “Mi madre me contó que dormíamos juntas en una habitación. La de al lado tenía sarna, la otra tenía piojos, la otra enfermedades… mi madre siempre me metía debajo de ella”, rememora Pajuelo, que señala que no recuerda haber pasado hambre porque su madre le dio el pecho hasta los tres años.
En 1944, con la II Guerra Mundial terminada y ante el temor de que la victoria de los aliados pusiera fin a la dictadura fascista en España, el régimen decidió echar el cierre al penal, o como lo definió la presa republicana Tomasa Cuevas: el almacén de mujeres. El doctor de la prisión, Don Luis Arriola, resumió a Ana Morales en apenas una frase por qué salían libres de la cárcel: “Pueden dar gracias ustedes a la situación internacional, si no, no hubiera salido ninguna de aquí. La que hubiera salido habría ido a Alemania, pero de aquí no hubiera salido ninguna viva”.
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