Miguel Delibes no era sólo un escritor; era toda una literatura andante. Era un mundo en vías de extinción que ahora se ha vuelto eterno y perdurable gracias a sus libros. Pocos autores se han identificado tanto con el lenguaje, el paisaje y el paisanaje de Castilla. Hombre, palabra y naturaleza forman, en sus libros, un todo indisoluble y universal. La obra de un hombre lúcido y un humanista, campechano y honesto, bastante pesimista es verdad y, sin embargo, muy vitalista.
Hace poco, mi hija de 12 años tuvo que leer, para el instituto, El príncipe destronado. Al principio, le costó un poco entrar en la novela (ahora están acostumbrados a libros más ligeros y fantásticos). Así que tuve que ayudarla con algunos giros y palabras. Mientras lo hacía, me vinieron de golpe a la cabeza mis lecturas de adolescencia de tantos y tantos libros de Delibes: El camino, La hoja roja, Las ratas, Viejas historias de Castilla la Vieja, Diario de un cazador, El disputado voto del señor Cayo, Los santos inocentes...
Recuerdo que, con ellos, se fue despertando y luego madurando no sólo mi afición a la lectura y mi vocación literaria, sino también mi sensibilidad ante el mundo rural, que ya entonces comenzaba a estar amenazado por un progreso mal entendido, mi gusto por los matices del paisaje y mi respeto por la naturaleza. Y es que, cuando aquí nadie hablaba de ecología, las obras de Delibes nos enseñaron a amar y a conocer el entorno natural tanto o más que los programas televisivos de Félix Rodríguez de la Fuente.
Pero Delibes tenía también una gran capacidad para penetrar en los entresijos del alma humana, como bien demostró en Cinco horas con Mario, una gran osadía formal que dio lugar a una de sus mejores obras, o, más tarde, en Señora de rojo sobre fondo gris; o su talento para indagar en las lacras de la sociedad de su tiempo, como hizo en Parábola del náufrago. Solo alguien como él podía llegar a mostrar toda la crudeza y violencia de este mundo sin dejar de ser tierno y compasivo. De ahí que sus ficciones transpiren tanta verdad. Ya en el último tramo de su vida, volvió la vista al pasado y nos regaló su vigésima y última novela, El hereje, una obra maestra de la narrativa histórica, un género que él logró dignificar en un momento en el que este se había devaluado mucho.
No obstante, las novelas, con ser lo más importante, son sólo una parte de su inmensa obra. Ahí están sus numerosos libros de viajes, llenos de atinadas visiones sobre los más diversos países; sus libros sobre caza, la otra gran pasión de su vida; los escritos para niños (la infancia, por lo demás, es una presencia constante en su obra); los textos íntimos (diarios y correspondencia); o sus numerosos ensayos y artículos de prensa, muchos de ellos recogidos en libro.
Pero, a pesar de tanta cantidad y variedad, hay una voz inconfundible que lo unifica todo. Una voz caracterizada por el sabio manejo de la lengua coloquial y popular, el empleo de un tono conversacional y el ritmo sereno y como respirado de su frase. Se trataba, como diría él con certera y gráfica expresión, de pegar la hebra con el lector, esto es, de entablar conversación, aunque fuera a distancia y con un libro de por medio.
Delibes tenía el don de la palabra, y, gracias a él, fue creando personajes inolvidables, seres de origen humilde que ahora son inmortales, todos con su pasión y su pequeña tragedia, con sus sueños de altos vuelos y sus realidades a ras de tierra. Pero yo, incluso, diría que sus lectores asiduos también somos una creación suya. Sin pretenderlo, él nos ha ido modelando obra tras obra, artículo tras artículo, palabra tras palabra, a imagen y semejanza de su escritura. De hecho, su estilo sobrio, claro y preciso ha sido, para nosotros, un modelo de conducta y una forma de vida. Se nos ha ido, pues, un referente ético y un maestro literario. Por suerte, nos queda el gran testamento de su obra.
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