La luz roja de alarma se ha encendido en Moncloa tras el desbarajuste interno que salió a la luz el martes, a raíz del pacto fiscal con marcha atrás suscrito con ICV e IU por el portavoz del PSOE en el Congreso de los Diputados, José Antonio Alonso. Lo ocurrido es, a juicio de altos cargos socialistas y gubernamentales que reclaman un puñetazo en la mesa del presidente de viaje a Nigeria y Togo en esos días, el episodio más grave en términos de estabilidad desde que José Luis Rodríguez Zapatero accedió a la Presidencia en 2004, por cuanto apunta peligrosos síntomas de desvertebración.
Es así no sólo por la imagen que se ha proyectado de que el Gobierno se mueve sin rumbo, regalando argumentos a la estrategia del PP que desde hace meses incide en que Zapatero 'no es de fiar', sino también porque ha dejado al descubierto las carencias internas y la falta de coordinación de las distintas instancias de poder socialista: el Gobierno, el Grupo Parlamentario Socialista y el PSOE. A ello han contribuido, de forma notoria, algunas decisiones adoptadas por Zapatero desde que comenzó el año, en lo que muchos califican de 'pésima política de personal'.
El sainete fiscal ha venido a poner de manifiesto la importancia crucial del papel que desempeñaba Francisco Caamaño como secretario de Estado para Relaciones con las Cortes, puesto desde el que fue promovido en febrero a ministro de Justicia para taponar el boquete abierto por Mariano Fernández Bermejo en plena campaña de las elecciones en Galicia y Euskadi. Con el ascenso de Caamaño, la vicepresidenta primera, María Teresa Fernández de la Vega, sentaba a un hombre de su confianza en la mesa del Consejo de Ministros, pero en pocos meses se ha demostrado que ha sido vestir un santo para desvestir otro más importante.
Su sustituto, José de Francisco, aunque es un gran experto en la vida parlamentaria, carece de la autoridad política interna y externa de Caamaño, que había acumulado una gran capacidad de interlocución al haber negociado con la oposición la mayoría de las leyes de la era Zapatero y asuntos tan complejos como el Estatut de Catalunya. A la marcha de Caamaño ha venido a sumarse la de Ramón Jáuregui como número dos del Grupo Socialista, sin que su sustituto, Eduardo Madina, haya dispuesto del tiempo suficiente de rodaje para suplir, como hacía el ahora eurodiputado, ciertas carencias de Alonso.
Pero los desajustes no se limitan al Parlamento, donde la fidelidad de los diputados llega al extremo de que hasta los más críticos se han impuesto la autocensura en los plenarios del Grupo para no dar cuartos al pregonero.
El paso de José Blanco al Gobierno, lejos de mejorar la coordinación, la ha debilitado, según opinión generalizada. Si desde Ferraz, como vicesecretario del PSOE, ejercía a tiempo completo una suerte de vicepresidencia paralela, desde su nombramiento como ministro de Fomento sólo tiene un pie en el partido, mientras que la mayoría de su tiempo lo consume la gestión ministerial, aunque esta contribuya a solucionar problemas 'de partido' en Catalunya o Madrid.
Blanco no tiene el rango de vicepresidente que corresponde al número dos y los más veteranos recuerdan que en tiempos de Alfonso Guerra el secretario de Organización, José María Benegas, tenía clara su condición de mero capataz de Guerra. Ahora, aunque tenga mucho de leyenda urbana que la relación es tensa, Leire Pajín tiene una acentuada personalidad propia.
El momento elegido para el ascenso de Pajín a número tres del partido, al igual que el de Madina a número dos del Grupo Parlamentario, recuerda entre los socialistas el comportamiento de los entrenadores que sacan al campo a los jugadores de la cantera con más proyección cuando el partido está cuesta arriba, exponiéndoles al reproche público por responsabilidades que no cabe atribuirles.
Aunque la remodelación que hizo en marzo entrañó una cierta autoenmienda de Zapatero, dejó sin resolver rivalidades y disfunciones en el Gobierno que ya están enquistadas y ha provocado otras nuevas.
Si el tándem vicepresidencial De la Vega-Solbes tenía un claro reparto de poder, la incrustación de Manuel Chaves como vicepresidente tercero ha incorporado un elemento de tensión. Chaves, traído por Zapatero a Madrid para destaponar la renovación del PSOE en Andalucía, rechazó las competencias sobre la Función Pública para no tener que enfrentarse a una hipotética huelga de funcionarios y la vicepresidenta aprovechó el despeje para arrebatarle la designación de los subdelegados del Gobierno, con lo que dejó su cartera vacía de competencias. Además, desde su nombramiento, Chaves casi no ha podido hacer otra cosa que defenderse de las acusaciones por el presunto trato de favor de la Junta de Andalucía a la empresa en la que trabaja su hija.
Los detractores de Fernández de la Vega señalan que no ha cesado de acumular competencias en detrimento de su tarea de coordinación, provocando situaciones como la que ahora tiene que afrontar la ministra de Defensa, Carme Chacón, a la que tocar lidiar con la crisis del CNI después de que la vicepresidenta impusiera su criterio de confimar a Alberto Saiz. Además, le reprochan que su tarea como portavoz del Gobierno se limite prácticamente a hacer los viernes el relato de los acuerdos del Consejo de Ministros.
Tras cinco años en el poder, y con la incógnita de si el presidente optará a un nuevo mandato, no es una situación inédita que surjan desavenencias internas y que las pugnas por el reparto de poder dejen heridas. Pero llama la atención que hasta Miguel Sebastián se haya atrevido a contradecir a Zapatero sobre la política nuclear.
Mientras, se va formando una masa crítica interna, de momento silente, a la espera de saber si Zapatero será el candidato en 2012. Ya no hay entrevista en la que no se plantee la pregunta al presidente. Aunque Zapatero ha hecho comentarios que induzcan a pensar que se decantará por otro mandato, en el PSOE nadie duda de que José Bono mantiene vivas sus terminales por si llega su oportunidad.
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