José María Aznar, entonces jefe de la oposición, en un debate con Felipe González en 1996.
El PP, tan reacio ahora a asumir responsabilidades políticas, no siempre sostuvo esta posición. Sobre todo en los noventa, cuando el partido salpicado por los escándalos era el PSOE.
En 1993, los conservadores llegaron incluso a aprobar, poco antes de las elecciones generales, un código ético ejemplar (ahora derogado por los estatutos de 2008). En él prohibía a sus afiliados 'dedicarse por sí ni por persona interpuesta a actividades de gestión, asesoramiento o mediación que puedan tener la más mínima relación con el objeto de sus competencias'.
En teoría, en el PP estaba prohibido recibir favores personales para uno mismo o para terceros utilizando el nombre o la posición, con independencia de que existiesen responsabilidades jurídicas. De hecho, y aunque no hablaba de trajes, el código establecía expresamente que sería motivo de expulsión inmediata, 'sin perjuicio de las responsabilidades de otra índole que pudieran deducirse, la utilización del propio nombre, posición o relación dentro del partido o en un cargo público para obtener lucro, trato o favor personal o beneficio para sí o para terceros'.
En caso de verse involucrado en la apertura 'de cualquier procedimiento jurisdiccional' del que pudiesen 'derivarse indicios racionales de comisión de un delito', añadía el documento, los militantes debían además poner su cargo a disposición del partido.
Aquel código ya fenecido fue presentado por José María Aznar como una norma 'beligerante a favor de una vida pública limpia y transparente'.
A diferencia del PSOE, que ahora aplica el criterio de expulsar a sus cargos en cuanto resultan imputados o cuando el fiscal solicita la condena con penas de cárcel (en los noventa defendía exactamente la posición contraria), en estos momentos en el PP ni siquiera una condena firme por un delito doloso tiene por qué acabar en expulsión.
De hecho, la última versión de sus estatutos establece que el único efecto 'automático' de una condena firme 'en un procedimiento penal por la comisión de cualquier delito doloso' será 'la suspensión de funciones y de militancia'. La expulsión sólo es una de las tres sanciones posibles que el PP puede aplicar a quienes cometen 'faltas muy graves' .
La dirección del PP, de la mano de Francisco Álvarez-Cascos, llegó a obligar a los conservadores catalanes a cambiar su propio código en 1995 porque asumía que sólo debía haber dimisiones cuando existiese condena firme.
En aquella época se aferraban a la distinción entre responsabilidades penales y políticas para exigir la renuncia al cargo de altos responsables del gobierno socialista. La responsabilidad política es exigible en cuanto un cargo es procesado, defendía entonces el PP, con independencia de lo que determine la justicia.
En la política, como en la vida, se está de paso. Pero igual que casi nadie tiene prisa por abandonar esta existencia, muchos políticos se aferran al cargo incluso cuando están en el ojo del huracán y todo se desmorona a su alrededor por una mala gestión, suya o de sus subordinados, o, peor aún, porque han sido descubiertos usando el poder en provecho propio para hacer tráfico de influencias o para conseguir dinero fácil.
Los que son pillados en falso no suelen tener además reacciones edificantes. Tienden a escurrir el bulto, echarle la culpa a otro, atribuir su suerte a campañas orquestadas o, simplemente, mienten. Algunos incluso pasean con descaro sus imputaciones judiciales. En las últimas semanas se han dado ejemplos de todas estas actitudes. Desde Federico Trillo, portavoz de Justicia del PP en el Congreso, que no se ha inmutado ante la condena a prisión de uno de sus generales por el engaño en la identificación de los cadáveres del Yak-42, hasta el imputado presidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, que se siente redimido por las urnas.
¿El voto de los ciudadanos exime de responsabilidades judiciales? ¿Se resuelven esas responsabilidades en unas elecciones con lista cerrada que impide castigar individualmente? Es evidente que son los tribunales los que deben actuar cuando hay delito. Pero como en política tan importante es ser honrado como parecerlo, sólo existe una manera de responder por los errores, las corruptelas, las corrupciones o incluso las sospechas, si estas provocan alarma social. La dimisión.
Es duro y, a veces, incluso, injusto. Pero es bueno para la salud democrática.
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