Privar a un presidente del Gobierno de la facultad de sorprender con sus decisiones a propios y extraños sería como quitarle la pimienta a la salsa del poder.
Todos, y José Luis Rodríguez Zapatero no es la excepción, experimentan un regocijo íntimo observando desde su atalaya cómo se estrellan contra los renglones del BOE cuantos osan oficiar como arúspices de sus designios. Lo inescrutable siempre ha sido esencia del poder, lo ejerza el presidente, el boticario o el jefe de cocina.
Como en la cocina y en la botica, cabe deconstruir el plato servido o la fórmula magistral para establecer cómo se llegó al producto final. A falta de una pormenorizada explicación presidencial, queda recurrir a este método para intentar desentrañar los motivos y razones que pueden haber llevado a Zapatero a proponer la elección, que tanta perplejidad ha causado, de Carlos Dívar como presidente del Consejo del Poder Judicial (CGPJ) y del Tribunal Supremo.
Para empezar, hay que remontarse a los casi dos años que el órgano de gobierno de los jueces llevaba en situación de ilegalidad constitucional, al haberse agotado su mandato en noviembre de 2006. Dos años que, a ese fin, convirtieron en baldía la mayoría parlamentaria de izquierdas durante media legislatura. Dado que, en virtud de la mayoría cualificada que exige la ley, no hay modo de proceder a la renovación sin el acuerdo del principal partido de la oposición, el Gobierno tenía que optar entre asistir impotente a la perpetuación de aquella aberración o ceder ante un PP cuyo punto de partida en la negociación era mantener el reparto fruto de una mayoría electoral que perdió hace más de cuatro años.
La estrategia de denuncia política practicada por López Aguilar, primero, y Fernández Bermejo, después, no había dado otro fruto que la tensión. Así, se optó por “el mal menor” de desatascar la situación, al precio de aceptar que el PP retuviera la minoría de bloqueo, confiando en la complicidad –en según qué asuntos– de los dos vocales propuestos por CiU y PNV, y en la esperanza de que, por malo que sea el resultado, lo que venga no será peor que lo que había. Hasta ahí, todo entraba en el terreno de una cierta lógica negociadora, generosa y egoísta a la par.
Lo que los acontecimientos posteriores han probado un craso error en la negociación, como alertaron sin éxito experimentados miembros del Gobierno y del PSOE, fue que los socialistas renunciaran también a la posibilidad de vetar candidatos. Así se está demostrando con la estrategia del PP para incrustar en el Tribunal Constitucional a quienes fueron sus dos arietes en el CGPJ. El incombustible Federico Trillo, que fue monaguillo antes que fraile –empezó su carrera política como asesor parlamentario –, le robó la cartera al neófito José Antonio Alonso.Sin la cortapisa de posibles vetos, el PP articuló en el Consejo un grupo de combate afiliado a la conservadora APM y, de rondón, Trillo coló a Fernando de Rosa, consejero de Justicia del gobierno valenciano, donde él tiene su circunscripción electoral. El PSOE respondió con la misma medicina.
Con la imagen de un CGPJ politizado en su composición, que los diputados exacerbaron al convertir en un compadreo de salón el paso de los candidatos por la comisión de nombramientos del Congreso, la única posibilidad de corregir la deriva pasaba por el presidente.
Cuentan quienes han tenido trato con Dívar que, efectivamente, es de ideas conservadoras, pero de talante conciliador y credo institucional por encima de sus creencias religiosas. Su desempeño durante siete años de la presidencia de la Audiencia Nacional –una hoguera de vanidades y un avispero de zancadillas–, le acredita en el manejo de situaciones conflictivas y como hacedor de consensos.
Habiendo sido promovido a la presidencia de la Audiencia por los vocales conservadores del anterior CGPJ, mantuvo informado al Gobierno de Zapatero de las tripas del proceso del 11-M y de otras causas importantes, vinculadas a la tregua de ETA. Acreditó así ante La Moncloa –sin tener en cuenta el cambio de inquilino, pues su comportamiento fue similar en tiempos de Aznar– discreción y “sentido de cooperación institucional”.
El rasgo que más se ha destacado de su perfil es su religiosidad, lo que ha llevado a prejuzgar que, cuando el CGPJ informe sobre la reforma de la ley del aborto, la bofetada al Gobierno se la propinará aquel al que puso en la presidencia.
Pero cabe también que en su ejercicio profesional prime su condición de “hombre de Ley” sobre la de “hombre de Dios”, como ha antepuesto su sentido institucional a sus inclinaciones políticas.
Volviendo a quienes han tenido trato con Dívar, hay quien se atreve a aventurar que, llegado el caso, se abstendrá para soslayar su propio conflicto e incluso que, por eso mismo, hará prevalecer una impronta técnica alejada por completo del sesgo político que imprimía su predecesor.
Por tanto, Dívar es –en la intención de Zapatero– el llamado a despolitizar el Consejo, devolverle su pátina institucional, recuperar el rigor disciplinario y acabar con su perversión como contrapoder.
Con lo que no contaba el presidente era con la antepenúltima jugarreta del PP: Zapatero consultó con Rajoy la designación de Dívar, pero, hasta que este nombre se hizo público, Rajoy no soltó la prenda –eso aseguran los socialistas– de Fernando de Rosa, “el vicepresidente más político de la historia del Consejo al lado del presidente con menos relieve político”, según un antiguo vocal. La pregunta escrita en el aire es: ¿quién se llevará el gato al agua?La segunda parte se escribe en el Tribunal Constitucional, que son palabras mayores. No emite informes, ni aprueba nombramientos ni aplica el régimen disciplinario de los jueces, sino que dicta sentencias que atañen a los derechos y libertades fundamentales y que son de obligado cumplimiento. En el vértice del equilibrio de poderes, socialistas y conservadores juegan con fuego. Los socialistas, además, bailan con lobos.
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