Como suele suceder demasiado a menudo, el último episodio bélico que afecta a Georgia y Rusia, muestra la complejidad de muchos de los conflictos del mundo actual.
En este caso, se plantea la confusión entre la lógica indignación moral de una opinión pública perpleja y la complejidad del análisis de causas y efectos de un conflicto que viene de lejos. Y en estos casos, algunos analistas buscan de inmediato “la” causa que explicaría todo: las causas últimas, las inmediatas, los comportamientos de los actores implicados, hasta los resultados previsibles del estallido, todo, en base a intereses económicos.
Por ello tienen tanto predicamento los conflictos donde hay petróleo, o gas, o ambas cosas. Pero lo cierto es que hay muchos conflictos en los que este tipo de causalidad es muy indirecta, o muy traída por pelos.
Sin llegar al extremo de algún analista que, en 1998 y 1999 explicaba la situación de Kosovo por las intenciones de alguna superpotencia de construir un oleoducto en su subsuelo, hay otros ejemplos: la guerra del Golfo de 1991, el papel de los diamantes o alguna materia prima en ciertas guerras de Africa central u oriental.
Pero hay otros casos en los que lo que genéricamente llamamos intereses estratégicos son más complejos y solapados. En su dimensión bilateral, el conflicto israelo-palestino es geopolítica en estado puro: competición por el poder (político y militar) entre grupos humanos muy motivados ideológicamente, por una superficie de territorio muy limitada, pero de alto valor simbólico.
El papel del petróleo en la guerra de Irak de marzo de 2003 parece bastante claro, pero ello no explica la pésima planificación y gestión de la fase posbélica del conflicto, siendo así que la resolución de su primera fase militar dejaba poco espacio a la duda.
Un caso célebre de falsa explicación obvia de las causas de un conflicto es el de Afganistán bajo el régimen talibán, y los supuestos intereses petrolíferos en la intervención militar de octubre de 2001. Es cierto que en 1997 hubo una misión de prospección para construir un oleoducto de tránsito, dirección norte-sur, en Afganistán, a cargo de un consorcio norteamericano-saudí (denominado Unocal).
Descubrieron en pocos meses, con mucha perspicacia, que el país era orográficamente muy difícil, políticamente inestable, y que, al final, había de todas maneras que negociar con Irán o con Pakistán para llegar al océano. En 1998 el proyecto fue oficial y definitivamente desechado.
El petróleo y el gas son un tema más diverso de lo que parece. Hay países que tienen reservas, otros que simplemente son vía de tránsito, y que a corto plazo no son los menos importantes.
La red estratégica de producción y transporte energético en Asia parte de las infraestructuras existentes bajo la URSS, que hay que renovar, diversificar, incluyendo a China, siempre según una lógica horizontal. En su mitad occidental, ello implica a los países ribereños del Caspio, y a los que van de ahí hasta el Mar Negro y el Mediterráneo: tres ex-repúblicas soviéticas de Asia Central, Azerbaijan, Georgia, Armenia y sobre todo Turquía. Es un tablero, es un todo.
El reciente episodio bélico en Georgia no es que no tenga nada que ver, pero es bilateral con Rusia, por el viejo tema central, nuclear, de todo conflicto: el estatus, el poder, la soberanía sobre población, territorio y fronteras. El poder no es sólo económico, no es sólo energético. Es político, y en este caso, como causas inmediatas, la pregunta última es por qué el presidente de Georgia ha hecho esto ahora. Y no va de petróleo.
* Catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona
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