Cada tiempo requiere un liderazgo político y los españoles han demostrado a lo largo de la historia, siempre que no se les ha hurtado la libertad, tener un gran tino y sentido común.
En 1977, eligieron a Adolfo Suárez, el desmontador del régimen dictatorial de Franco, un hombre atildado con aspecto de yerno ideal, con la audacia de un padre de familia de clase media para sacar adelante una prole numerosa y la flexibilidad necesaria para establecer un marco de convivencia tolerable para todos.
En 1982, cambiaron este modelo por el que encarnaba Felipe González, un líder carismático, pero con el pragmatismo suficiente para anteponer las necesidades de normalización democrática y de modernización del país a sus principios ideológicos. Un joven combatiente de la dictadura que no había vivido la Guerra Civil ni tampoco el exilio, un abogado que había entrado en la política por compromiso con la democracia, capaz de encandilar con su verbo y convertirse en el depositario de la voluntad colectiva de poner fin al Spain is different.
En 1996, tras casi catorce años de carisma agujereado como un queso de Gruyère por la corrupción y por el cansancio que inevitablemente acaba provocando el exceso de exposición al foco público, los ciudadanos decidieron que era el tiempo de 'un hombre corriente' y lo vieron en José María Aznar, que proyectaba la imagen de un funcionario pulcro.
El perfil de estos tres ex presidentes es el espejo de la evolución de la sociedad española en el último cuarto del siglo XX.
El nuevo siglo, que trajo consigo el cambio de milenio -una anécdota numérica, pero de fuerte impacto emocional-, alumbraba también una nueva sociedad española, hija de los cambios anteriores. España se había sacudido las telarañas y, cumplido el deseo de ser como los demás, daba rienda suelta a la ambición de ser mejor que los demás.
La primera generación democrática
Si Aznar fue la consecuencia natural del tobogán del carisma, el triunfo del optimismo que representó José Luis Rodríguez Zapatero fue la derivada lógica del cansancio de soportar a un presidente que parecía estar permanentemente enfadado y que acabó actuando como un iluminado que quiso conducir al pueblo a donde el pueblo no quería ir. La ambición era sometida a las riendas de los principios.
Zapatero se convirtió en 2004 en el primer presidente español de cultura plenamente democrática. Encarnó la primera generación de españoles -a la que pertenece- que alcanzaron la mayoría de edad en democracia, aunque con conciencia viva de lo que representaron la Guerra Civil y la Dictadura.
Una generación que, por su propia trayectoria vital, otorgaba más valor al voto, al suyo y al de los demás, que a los liderazgos místicos. Y el poder, como ha dicho Felipe González, se ejerce generacionalmente.
'No quiero ser un gran líder, quiero ser un gran demócrata', ha dicho Zapatero al intentar explicar cómo concibe el ejercicio de la presidencia del Gobierno. Un gran demócrata, cabe entender, es el que pilota la nave colectiva con el rumbo que deciden los pasajeros, siempre que ese rumbo no contradiga sus principios.
Haber sabido interpretar adecuadamente el rechazo mayoritario a la participación de España en la guerra de Irak y dibujar una sonrisa donde antes había un gesto hosco fueron las claves de su éxito en 2004.
Zapatero acertó a convertir el talante en un proyecto político y haber cumplido el mandato ciudadano de sacar las tropas españolas de Irak sin ceder ante las presiones -externas e internas, entre ellas las de algunos que después han ocupado lugares de privilegio gracias a él-, ha sido su gran aval electoral.
Pero, pues la contradicción es consustancial a la condición humana, ha sido, seguramente, el presidente más presidencialista -en su forma de ejercer el poder- de cuantos ha producido la democracia española. A él corresponde la mayor parte, si no la parte entera, de los grandes aciertos y de los grandes errores de la gestión del Gobierno durante los últimos cuatro años. Él ha sido el mascarón y el motor de una tarea que tiene su principal haber en la extensión de los derechos cívicos e individuales, pero que también ha sabido aprovechar un ciclo de fuerte crecimiento económico para propiciar un salto cualitativo en el Estado del bienestar.
A tenor del resultado provisional de las elecciones, los españoles han elegido consolidar estos avances, pues las leyes no producen los cambios de forma automática. Reformas históricas, como las leyes de Igualdad y de Atención a la Dependencia, requieren de tiempo para su desarrollo práctico, y los electores han creído que nadie mejor para aplicarlas que quien las puso en marcha. Todo apunta a que, en esta nueva legislatura, Zapatero volcará sus energías en consolidar el despliegue del Estado 'democrático y social' que, según la Constitución, es España.
Con la experiencia de cuatro años
Tras un primer mandato y con 47 años, en la cumbre de la madurez, Zapatero presenta hoy el perfil de un presidente más hecho, más sólido, más conocedor del barco que debe gobernar y de las aguas en las que ha de navegar. También menos ingenuo en algunos aspectos, más pragmático si se quiere. Y, al mismo tiempo, con el mismo optimismo imprescindible para alcanzar metas ambiciosas.
Una ambición «decente», en expresión del propio presidente, no guiada por el afán personal de tener un párrafo más largo en los libros de historia, sino por la vocación de contribuir a un futuro mejor con las coordenadas de la paz, la libertad individual, la igualdad y la solidaridad, los valores que más enaltecen la condición humana.
A pesar del precedente sentado por Aznar de gobernar solo dos legislaturas y seguramente a causa del fiasco con que se resolvió su sucesión en el Partido Popular, Zapatero no ha querido desvelar sus planes al respecto. Quizás el presidente del Gobierno que le suceda sea alguien que ya no tenga ningún recuerdo de los 40 años que lastraron la historia de España durante el siglo pasado. Quizás no vuelva a ser un presidente de 40 años, sino alguien con una experiencia ya contrastada. O quizás vuelva a ser el mismo Zapatero.
Lo claro ahora es que el líder socialista tiene el reto de cumplir su compromiso de convertir España en 'un país como los del norte de Europa en distribución de la riqueza y como los del sur en la forma de ser'. Si no logra subirlo a la locomotora de la posmodernidad, habrá generado una gran frustración colectiva.
Eso y el riesgo de engreimiento que acecha a todo triunfador -inevitablemente rodeado de aduladores-,serán los mayores adversarios del presidente Zapatero durante la legislatura que ahora comienza su andadura.
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